Claro de luna

Claro de luna, de Beethoven, es la sonata favorita de mi madre. Por su décimo cumpleaños, mi abuelo le regaló un piano de pared un tanto destartalado que había comprado en un mercadillo con el poco dinero que ese mes había ganado como carpintero. Comenzó entonces a tocar sinfonías de Beethoven, sin profesor alguno. Una voz dentro de su cabeza le dictaba las notas, y su padre estaba completamente fascinado con la habilidad que mostraba. Tocaba Claro de luna con un énfasis lastimero, como si cada nota le provocase dolor.

Accedió a ir a clases de piano. Su profesor era un tipo estirado y lánguido, con unas ojeras profundas y unos ojos brillantes como si estuvieran empapados en lágrimas de continuo. Si fallaba en un acordé él le atizaba con la regla en la mano dejándole una marca encarnada e incluso heridas.

A mi madre le inquietaba el anillo de plata, con un cuervo grabado, que él llevaba en el dedo índice de su mano derecha. Nunca llegó a contarle a mi abuelo lo mucho que le aterraba ir a clase, y en su presencia trataba de ocultarse las manos con las mangas del vestido.

Al cabo de unos meses su profesor sufrió una muerte repentina y mi madre asistió al funeral acompañada de mi abuelo. El cementerio estaba vacío y las únicas personas presentes a parte de ellos eran una señora de mirada seria y pómulos marcados, y un niño pequeño, con expresión de terror, que no era capaz de quitar la vista del anillo que había heredado y que sostenía en la palma de su mano.

Mi madre fue admitida en el conservatorio. Pero el mismo día que iba a despedirse de su padre ocurrió algo terrible. Él estaba confeccionando una mesa. La sierra mecánica que accionaba con el pie se salió de su eje justo en el momento que su hija se abalanzaba a darle un beso, cortándole el dedo meñique de su mano derecha. A mí me contó años más tarde que en ese momento el tiempo se paralizó, y que la sangre que salpicó la boca abierta del carpintero lo hizo a cámara lenta, mientras el dedo caía como una pluma.

En cuanto se recuperó, deshizo el equipaje y jamás fue al conservatorio.

Mis padres se conocieron en un concierto de piano. Ella lloraba de la emoción, el bello de sus brazos se erizaba. Mi padre que estaba al lado le ofreció un pañuelo; su tacto de seda y sus ojos de mar la enamoraron. Solían bailar baladas románticas en el salón de su nueva casa. Pasaban el día riendo, cantaban sin parar y por la noche observaban la luna llena mientras me mecían en brazos.

Fui creciendo en aquella casa, o quizás la casa fue creciendo conmigo, pues cada vez se hacía más grande. Y aunque me gustaba la amplitud de sus espacios, donde podía correr libremente, los techos tan altos y las paredes tan blancas provocaban una enorme sensación de frialdad. Al ir cumpliendo años comenzó a preocuparme el hecho de hacer más acogedora mi habitación, y por eso pedí a mis padres que cambiasen las cortinas blancas por otras de color anaranjado que había visto en un escaparate de la ciudad.Además, mi abuelo me regaló un tocador precioso que había tallado el mismo y barnizado con un cálido color caoba, con un magnífico espejo redondo frente al cual mi madre y yo nos pintábamos los ojos y nos hacíamos rulos a todas horas.

Por alguna razón que no alcanzaba a comprender, la relación entre mis padres se fue enfriando poco a poco. Él tardaba cada vez más en llegar del trabajo y mi madre se pasaba las horas conmigo en mi habitación. El sentimiento de soledad se acentuó en aquel caserón. Hablábamos sin parar en la cocina, en el salón, en la salita, en el jardín… siempre estábamos las dos juntas en el mismo lugar para no sentirnos solas ni vacías. Quizás mi padre quiso poner remedio a esto y, por su treinta y cinco cumpleaños, le regaló a su mujer un ostentoso piano de cola blanco. Pero como ella no era capaz de tocar una tecla, él contrató los servicios de un reputado pianista que la incitase a retomar su vieja pasión.

Su primer día de trabajo, el pianista se presentó antes de tiempo y yo estaba sola en casa. Le invité a pasar y se quitó un abrigo negro y largo que arrastraba por el suelo. Era muy delgado y vestía un traje, también negro, muy ceñido. Señaló el piano con su mano derecha -en unos de sus dedos flotaba un anillo que le quedaba grande.

—¿Es ese el piano?
—Sí—contesté perpleja. La pregunta me pareció absurda.

Se acercó y comenzó a tocarlo de pie con los ojos cerrados, y cuando los abrió tenía las pupilas dilatadas, como las de un animal. Sonrió de forma perversa y cerró la tapa del piano con estrépito.

Mi abuelo murió esa misma noche. Mi madre me despertó llorando de madrugada para decírmelo. Durante el funeral ella se aferraba al brazo de mi padre, como una náufraga se sujeta a una tabla de madera para no hundirse. Yo fui la última en acercarme al ataúd. El rostro de mi abuelo aún tenía dibujada una sonrisa, la misma que ponía cuando yo iba a verle a su casa los domingos. Sólo dejaba de sonreír cuando mi madre me reñía por entrar a su taller. El cura cerró el féretro con demasiada fuerza y sonó igual que cuando el pianista dejó caer la tapa del piano de cola.

Las noches siguientes me asaltaba una sonata en mis sueños. Comenzaba con unas corcheas bajas, suaves, y a continuación incorporaba unos acordes cada vez más agudos… las notas se arrastraban por el desierto, muertas de sed, o flotaban en el mar, muertas de frío.

El pianista comenzó a venir más a menudo, primero los fines de semana, luego todos los días. Cuando mi padre llegaba de trabajar por la noche, él seguía allí, y mi madre junto a él, sentada en la butaca de cuero, con el pelo enredado, tal vez con el pintalabios corrido, ojos de gato… Entonces mis padres bailaban con cierta agresividad en sus movimientos. Mientras el pianista tocaba yo permanecía apoyada en el marco de la puerta del salón, cruzada de brazos. Percatándome de su manera abrupta de tocar la obra, con más furia cada vez, más intenso. A veces estos bailes se prolongaban tanto que mis padres sugerían al pianista que se podía quedar a dormir. Y él lo hacía, dormía en la habitación de invitados que está frente a la mía. Entraba con sigilo y respiraba entrecortadamente. En una ocasión, al despertarme por la mañana, tuve la sensación de que él me observaba desde la puerta, pero allí no había nadie. Me levanté en su busca, como una sonámbula, y lo encontré limpiando el piano con un trapo de seda.

—¿Puedes tocar Claro de luna?—pregunté, extrañándome de haberle pedido algo que en realidad no conocía.

Él asintió, aplastando su pelo revuelto hacia un lado antes de posar las manos en las teclas. Me senté en la butaca de mi madre. De pronto me sentí como si fuera ella, como si hubiese envejecido. Él me miraba y sonreía. Comenzó a tocar entonces la misma música que me obsesionaba en sueños, y a medida que lo hacía yo me sentía más y más vieja, mis manos se arrugaban poco a poco, mis huesos menguaban, mis labios se resecaban, la piel de mi cara se estiraba como chicle. Entonces entró mi madre por la puerta. Se quedó paralizada, con los ojos hinchados de horror. Le gritó que se fuera, y cuando sus manos abandonaron el piano me sentí liberada. Era yo, de nuevo.

A partir de ese momento mi madre comenzó a saludarme como si fuera una extraña. A veces se sorprendía al verme, llevándose la mano al corazón, abriendo los ojos de par en par. El pianista había dejado de venir y, por raro que pareciese, yo le echaba de menos. Un día me senté en la banqueta del piano y dejando caer mis dedos sobre las teclas comencé a tocar sin más. Mi madre no tardó en acudir y se sentó en su butaca, expectante, recelosa. Fui rescatando todas aquellas notas del desierto y del mar hasta dar con los primeros acordes de Claro de luna. Ya no podía parar. Ella gritó. Yo lloraba, pero no me detuve.

Me desperté en mi habitación. Había tenido una horrible pesadilla. Una muy recurrente en los últimos días: bajaba las escaleras, el piano tenía la tapa cerrada, lo abría y en su interior se encontraba mi abuelo, sonriente, tendido sobre las cuerdas de acero que movían las teclas. Dejaba caer la tapa y salía corriendo. La música no me abandonaba en ningún momento, entonces me topaba de bruces con el pianista. Era de nuevo vieja, demasiado vieja, todos mis músculos se contraían y dificultaban mis movimientos. Él me abrazaba y sentía algo muy familiar….

Me froté los ojos, me incorporé y salí de mi habitación en busca de mi madre. El salón estaba en completa penumbra, excepto por una tenue luz blanca que se arrastraba por las paredes y por el suelo de madera -la luz blanca de una noche cristalina. Mi madre tocaba al piano Claro de luna acompañada por el pianista. Las teclas estaban llenas de sangre… el anillo brillaba. En la alfombra descansaba un dedo meñique sanguinolento. A pesar de mis gritos siguieron tocando a cuatro manos y dieciocho dedos.

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Este relato resultó finalista en el VIII Certamen Joven de Relatos Cortos “Tigre Juan” 2024 (España). 

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1 Respuesta

  1. José Antonio Otero

    Me ha encantado. Daniela, tienes un gran talento. No dejes de cultivarlo nunca. Acabo de descubrirte gracias a que alguien muy cercana a ti nos ha abierto esa puerta y estoy muy contento y agradecido por ello. Te felicito por tu forma de escribir y trasmitir y te animo a que sigas haciéndolo.

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