Sentirse auténtica

Estaba muy delgada y llena de astillas. Hacía siglos que los trapos no tenían  intención alguna de limpiarme. Ya nadie me hacía carantoñas ni me animaba, nadie me daba fuerzas para soportar este peso que llevo encima y que no puedo quitarme de ninguna manera. Lo llevo de aquí para allá, sin parar, es como un impulso, una obligación de saltar una y otra vez.

Recuerdo cuando me dio por concluida, me agarró bien fuerte y presumió de mí alzándome en alto. Por aquel entonces todo el mundo me admiraba, no era una mera sujeción o un simple apoyo, pero no tardaron en salir al mercado nuevos modelos, como la de polipropileno o las metàlicas, por no hablar de las articuladas de última generación.  Pero resultan tan caras que nadie se las puede comprar. Y aunque yo ya no resulte atractiva, no tiene más remedio que seguir llevándome consigo.

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No hace mucho solía hablar con mi amiga la fregona. Ella tenía mucho mejor aspecto que yo pero un triste día se partió en dos. Fue tan horrible la escena que no dormí las noches siguientes.

Ahora sólo me queda la escoba, que no es tan simpática y se pasa el día hablando de los maldito “ácaros”. Me aburre por completo.

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Una tarde salimos a comprar y nos paró un señor alto e imponente.

Hablaron un rato mientras yo observaba con detalle las dos piernas rectas y musculosas. Y sin poder evitarlo, me tambaleé sin remedio porque estaba hecha un asco. Entonces decidieron  que era una impostora. Mantuvieron una conversación con mi compañera de carne y hueso pero a mí no me dirigieron la mirada.

No me importó, pues me siento más auténtica que todas las piernas del mundo, aunque sea de madera y me llamen pata.

 

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