Siempre me fascinó el reloj de mi abuela. Cada vez que iba a su casa me quedaba perpleja observándolo. Tenía unas manecillas doradas que daban vueltas y vueltas. Unos engranajes brillantes. Un péndulo que iba de un lado a otro.
Mi abuela me decía que era como si tuviera vida propia. Me lo tomé tan en serio que cuando chirriaba por las noches le decía a mi abuela: “Tiene miedo a la oscuridad”. Ella se reía.
Engrasábamos sus manecillas y sus engranajes como si le estuviéramos dando un baño. Le acariciábamos con cariño. Cuando daba las seis, mi abuela y yo merendábamos. A las diez el reloj gritaba: “¡Venga, a dormir!” Y ella venía a mi cama y me daba un beso.
Aún sigo yendo a casa de mi abuela. Me sigo fascinando al ver el reloj. Sus manecillas doradas, sus engranajes brillantes y su péndulo.
Recuerdo su voz rasgada diciéndome: “Es como si tuviera vida”. En las noches, ahora frías, él llora. Le teme a la oscuridad. Últimamente yo también. Porque ya no escucho la risa de mi abuela, ni el ruido de sus zapatillas sobre el parqué.
Ya no engraso el reloj. Ya no lo acaricio con cariño. Ahora lo abrazo. Solo lo abrazo. Le abrazo tan fuerte que escucho su corazón, que se mueve de un lado a otro.
El reloj ya no da las seis, ya no grita a las diez. Ya no habla. Ya no respira. Solo llora. Y sus manecillas que un día iban tan rápido, dando vueltas y vueltas, ahora solo quieren volver atrás.
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Con este relato gané el primer accésit de un concurso nacional de la provincia de Cáceres.
Precioso el relato. Yo también recuerdo el reloj de mi abuela, y sufría dandole cuerda, desmontandolo, intentando prolongar su mecanismo.
Mi tio abuelo venía regularmente a arreglarlo, tenía uno de esos talleres mecánicos «para todo» que ya no existen, engullidos probablemente por eso que llaman la globalización, con la que a veces escondemos el salto al vacio de esta sociedad que vivimos.
Un beso y espero seguir leyendo más relatos tan bonitos como este.