Ciruelas

Me desperté con un sentimiento amargo y en la boca un gusto a ciruela. Todo estaba en silencio hasta que la madera del pasillo comenzó a crujir. Un escalofrío me paralizó por completo y me mantuvo en la cama…

Estaba muerto de hambre en aquel campo gris, donde la ceniza cubría la hierba y los escombros de mi casa, tejas, paredes, recuerdos se extendían por todas partes. Mi madre me cogía la mano. El viento era frío, y a lo lejos se veía el sol escondiéndose tras el horizonte. Hacía ya mucho tiempo que los pájaros no trinaban sobre las ramas de los árboles. A ella no parecía importarle y seguía caminando tarareando una de aquellas canciones alegres que le gustaba cantar al recoger la cosecha, cuando tenía voz.

Nos sentamos bajo el viejo roble, la tierra estaba dura y reseca, el árbol también, miré al cielo y las nubes ya no imitaban las formas de los animales. Me volví hacia mi madre inmóvil y comencé a pensar que yo era el único ser vivo. Mis tripas rugían con más intensidad. De pronto vi cómo se acercaba la silueta de un hombre a paso lento, y cuando llegó frente a mí se agachó para observarme con detenimiento, su barba era esponjosa como la que tenía papá, el atardecer se reflejaba en sus ojos negros que relucían como bañados en oro. Me ayudó a levantarme. Mi madre ni se inmutó.

-¿Tienes hambre?- me preguntó.

No me atreví a contestarle. Estiró la mano y me dio un fruto verde y redondo que nunca había visto. Me resultaba difícil confiar en él, la experiencia me había enseñado que la gente no era de fiar. Pero él me miraba de manera distinta. Cogí el alimento con mi mano sucia y le dije:

-Señor, no puedo irme sin mi madre.

Me acarició el pelo y me cogió en brazos.

-Tu madre ya se ha ido -me dijo.

Me giré para comprobarlo pero ella seguía allí.

Me dio una camiseta, unos pantalones y un par de zapatos nuevos. Me limpió la cara, las manos. Me metió en un vehículo en el que había una camilla y medicamentos en abundancia, el trayecto fue largo pero mi madre me acompañaba con una gran sonrisa. Entonces mordí el fruto y…

La puerta se abrió.

– ¿Estás despierto cariño?

Tardé en reaccionar, no sabía quién me hablaba.

-¡Felicidades!- gritó mi mujer.

Al momento recordé que era mi cumpleaños y muerto de hambre pregunté:

-¿Qué hay para desayunar?
-Es una sorpresa.
-Perfecto.

Era perfecto, una mañana de domingo, mi veintiocho cumpleaños, mi esposa, aquella tarta de ciruelas, las estupendas noticias en televisión: por fin se había alcanzado el objetivo, la prosperidad reinaba en todo el mundo, no había niños en tierras grises y los árboles eran verdes. Mi madre comenzó a cantar.

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