El tigre de los viernes

Eran las nueve y el hombre asilvestrado abrió las puertas de la taberna e interrumpió todas las conversaciones con un cordial gesto de cabeza. Todos volvieron a sus asuntos sin prestarle ninguna atención. Se miró en el espejo de la barra y su reflejo le espantó: era delgaducho, escuálido y observó cómo se le corría el maquillaje. La pintura negra que le recubría el ojo se derramó como una lágrima. El camarero le miró sin más y él pidió lo de todos los viernes.Cuando acabó la copa no esperó un segundo más, salió por la puerta sin decir adiós y volvió por el mismo camino con las manos en los bolsillos.

Se acostó en la cama y le dio por pensar por qué razón tendría que levantarse mañana, si no había motivo alguno, si en el fondo sería un día más, de una semana más, de un mes más, de un año más…y contando años se durmió.

Al día siguiente, cuando abrió su armario se le escapó un aullido, un rugido lleno de dolor. Su ropa ya no estaba, en su lugar había un traje de bailarina. En su tocador tampoco encontró su maquillaje, había sido sustituido por un pintalabios rojo, brillo de labios, una cebolleta, purpurina, sombra de ojos dorada y rosa.

Lo cogió en sus manos y pensó: “¿por qué no?” No tenía nada que perder.

Todas las personas que no se habían fijado en él durante años se paraban en seco y lo examinaban. El silencio se iba extendiendo por donde pasaba la bailarina.

Entró en la taberna y todos se quedaron petrificados, sin quitarle ojo, como si nunca lo hubieran visto, incluso el partido que retransmitía la televisión pareció quedar pausado. Los hombres intercambiaron miradas mientras la bailarina se sentaba en la barra. El camarero hizo amago de sacar el bolí y la libreta para anotar lo que quería. Él, después de atusarse el tutú, posó violentamente su garra en la barra, tirando todas las copas al suelo y rompiéndolas en mil pedazos.


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