A mi madre siempre se le olvida el pan, y para colmo no sabe comer sin él. Como todos los días me toca ir a comprarlo. Hoy las calles están vacías, y las farolas son el único punto de luz, su destello azul me recuerda a los ojos intensos de un siamés en la oscuridad. Por suerte la panadería está abierta, Ise siempre se queda un rato después de cerrar.
Entro en la tienda escapando del frío, huele a pan recién hecho. Aunque no veo a la señora, decido esperarla pues se escuchan ruidos en la cocina. Mientras, observo con mucho gusto todos los pasteles del mostrador. Las tartaletas de fresa, los croissants, los muffins de chocolate…
Se me hace cada vez más tarde y ella no parece que tenga intención de venir, así que la llamo:
-¡Ise!- en realidad su nombre de pila es Denisse pero nunca me ha gustado llamarla así.
– Lo siento cariño, dime ¿Qué te trae por aquí? ¿Será una “imprescindible” barra de pan? -sonríe con picardía.
-¿Cómo lo has adivinado? -pregunto yo siguiéndole el juego- Mi madre acaba de volver del trabajo -añado, quiero que lo sepa…
-Pobrecita, trabaja demasiado -mete la barra en una bolsa.
Antes de que pueda darle las gracias me suelta sin ton ni son:
-No sé si los has visto, andan unos lindos gatitos por ahí y les he dado un poco de pan y leche. Procuré no acercarme mucho pero aún así tuve picores y estornudé.
Tuve la sensación de que esto ya me lo había contado mil veces.
-Son… uno con cincuenta, cariño ¡Achuaaaasss!
Ise es una mujer muy paciente y bonachona, a la vez muy desastrosa, pero todos la apreciamos, con su pelo enredado, sus paletos separados por una grieta abismal, sus extrañas manías y alergias…
-Aquí tienes -le posé el dinero en el mostrador-, me faltan 25 céntimos, vendré mañana sino te importa.
– Ya sabes que no pasa nada.
Cojo el pan y salgo corriendo, me da por pensar que mi casa está más lejos de lo que en realidad está. De repente, una vocecita me susurra.
-¡Eh! Niña ¿no habrá sitio en tu casa para un bello gatito? Uno dulce y cariñoso.
Doy vueltas sobre mí misma pero no veo a nadie. De todas formas respondo hablando al aire:
-En mi casa no hay sitio para animales.
– ¡Qué pena!, un gato le gusta a todas las niñas -dice aquella voz misteriosa.
– Lo siento, no me gustan los gatos ¿me oye?
-Claro que la oigo, parece que es usted la que no me oye a mí -hace una pausa. Pues sino le gustan los gatos tal vez no sea usted una niña ¿qué haría sino una muchachita por aquí tan tarde? Es de locos – añade.
Suelta una risita que me irrita.
-¿Sabe qué es de locos? ¡Que siga insistiendo! ¡He dicho basta! Déjeme en paz.
Todo se vuelve negro y me despierto en mi cama. Las persianas están subidas y el sol me ciega. Por un momento tengo la corazonada de que será un buen día. Pero al frotar mis manos con entusiasmo veo que no son manos sino patas…, patas blancas y peludas, las de un gato.
-Hola cariño ¿cómo….? ¡Aaaaaaaaa!- mí madre entra por la puerta- ¿Dónde está mi hija? ¡Achuasssss! ¡Achuasssss!
Coge una escoba y me azota el trasero, me empuja hasta la puerta.
-¡Fuera bicho! -grita.
– ¡Mamá que soy yo!- digo en mi defensa, pero de mi hocico sólo sale un leve maullido.
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