Decían que ya no salía, que desde que se había quedado viuda nunca había vuelto ha abrir las ventanas. Se trata de mi vecina. Antes me dejaba entrar a su casa, ahora simplemente no llamo a su puerta. Me lo pasaba muy bien con ella, contaba historias interesantes y algo increíbles.
Un día sin yo esperarlo, fue ella quien llamó a mi puerta. Era tarde, pero mi madre aún no había llegado.
-Ven- me dijo.
No dudé, me calzé y la seguí.
Su casa por dentro parecía ahora mucho más alegre que antes, en las paredes había infinidad de dibujos de estrellas, lo cuál no me extrañaba, pues ella no hablaba de otra cosa. También colgaba del perchero el viejo traje de astronauta de su marido.
Salimos a la terraza, en la que sólo solo había un par de tumbonas y una planta que había crecido inesperadamente ya que la última vez que la había visto ni siquiera era un ser vivo.
Ella se tumbó, yo me limité a observarla pero ella insistía en que me sentara. Cuando lo hice, se dirigió a mí con una de esas sonrisas suyas que le marcaban los hoyuelos. Señaló al cielo y me preguntó:
-¿Lo ves?
No sabía a qué se refería y me encogí de hombros.
-¿No lo dirás en serio? -dijo sin dejar de sonreír.-Hoy es uno de los días que mejor se ve.
-¿El qué?- me atreví a preguntar.
– Pues Andrómeda…- contestó
Yo negué con la cabeza.
-Hoy se ha acercado mucho- continuó, aunque a mis ojos el cielo estaba demasiado oscuro, repleto de nubes que dificultaban la visión de cualquier tipo de astro
-¿Qué es Andrómeda?
-Es una galaxia vecina, hoy está radiante – aseguró
– ¿Y a su marido?¿ No le ve también?
Mi vecina se quedó ensimismada contemplando el universo que yo no alcanzaba a ver.
-Mi madre dice que los muertos van al cielo -dije.
– Hijo mío, para verle necesitaría un telescopio ¿no crees?
Y sonrió con la energía de un supernova.
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