Diana

Aquello carecía de importancia. Me repetía. Sin embargo me había subido en el coche y conducía por las calles como un completo descelebrado. Siempre había pensado que no me importaba. Que no la necesitaba. Y al pensar en su cuerpo, blanco, frágil, sentí una punzada en mi pecho. Los tubos atravesándole la piel como si fuera tela. Necesitaba verla. Al menos una última vez. Aguanta, le dije, estés donde estés. Pero aunque me pudiera escuchar ¿por qué me iba ha hacer caso? Al fin y al cabo preferiría morir antes que verme la cara. Y lo comprendo. De verdad que lo hago. Quería recostarme a su lado y pedirle perdón. Aunque eso sea apuñalar a mi orgullo, ahora mismo lo apuñalaría una y otra vez, hasta dejarlo como un fino hilo transparente que después pueda vomitar. Al fin y al cabo es lo que me ha convertido en lo que soy. Lo que me ha rasgado por dentro todos estos años.

Ni siquiera sé a qué velocidad voy. Solo me centro en la carretera desierta. Sé que no voy a llegar, ya es demasiado tarde. Aún así hay algo en mi que me empuja a seguir pisando el acelerador. El viento es frío y audaz y se cuela por la ventana rota, abofeteándome la cara. Hace que mis ojos lloren. Prefiero pensar que es por eso.

A penas tuve un segundo para mirar a mi derecha cuando vi los cristales volar en todas direcciones, clavándose en mi piel, introduciéndose en mis ojos. Los cerré. El dolor cesó.

Cuando los volví a abrir solo vi una luz blanca. No os flipeis, no había ningún angelito en pañales para cogerme. Seguía con unas incontrolables ganas de escupir. Me bajé del coche. Todo era un espacio blanco. Sin fondo. Mi coche está cerca de mí. Está sin un rasguño, con su pintura negra, sus asientos de cuero y la pequeña foto que cuelga del espejo retrovisor. Estoy soñando me digo. Y solo me reconforta porque así sé que ella no está sufriendo. Todo ha sido un sueño.

—¡Eh!—grité furiosamente.

Fue un sonido tan sordo que me dio a entender la magnitud del espacio en el que me encontraba.

—¡Diana!

No obtengo respuesta. Pero sé que ella está aquí. Lo siento. Está aquí, conmigo.

—¡Diana!

El gritó se expandió por la sala y al segundo todo se volvió a sumergir en el silencio. Y una voz me raspó el oido, sus labios blancos me rozaron el lóbulo de la oreja diciendo: Papá.

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