La casa de mi abuela

El pasillo se sumergió en una oscuridad total. Avanzaba lenta pues mis piernas no me obedecían. Yo quería correr, pero resultó imposible. Cada vez lo tenía más cerca, me golpeó su frío aliento en la nuca, me rasgó la espalda con sus garras. La bestia era incansable, no dejó de pisarme los talones (literalmente). Yo no pude deshacerme de ella de ningún modo y todo el peso de mí cuerpo recayó sobre mis pies.

Llegué a una puerta y al atravesarla me desperté con la sensación de estar muerta. El calor era sofocante y las gotas de sudor caían por mi espalda herida. Me levanté, no podía dormir. Mi casa estaba desordenada, patas arriba como ese perro en la alfombra, ese que ya no respira. Los cristos crucificados me observaron con gesto de dolor. Me dirigí a la  puerta en el salón, la abrí, había otra puerta, la abrí, había otra puerta, la abrí, otra maldita puerta, la abrí…

Fui a parar a un pasillo sumergido en una oscuridad total. Mis piernas no me obedecían. Se colocó detrás de mí, con sus ojos rojos, sus dientes afilados, su hambre voraz. Me desgarró la espalda. Doblaron las campanas, sin cesar, cada vez más fuerte… Hasta que encontré una puerta (sí, otra más) y la abrí (sí, otra vez).

Me despertó el olor de los crisantemos propio de la casa de mi abuela (o de los funerales), un tierno abrazo (o una lágrima amarga), el cariño de una madre  (o la lástima de esta),  el calor de una chimenea ( o la luz de una vela).

 

 

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