Cuando llegamos al cementerio mi pulso se aceleró, se aceleró como la última vez que había estado aquí, la única diferencia es que la última vez vi como la gente lloraba y hoy me tocaba llorar a mí. No sé por qué pero este cementerio me pone los pelos de punta, me da escalofríos, me pone enfermo. Divisé desde la entrada dos árboles, en verano, daban al cementerio (puesto que era lo único con vida) un toque de vivacidad y paz interior, pero en invierno están tan muertos como el resto de los que habitan aquí, se les caen las hojas, sus ramas se retuercen y se entrelazan como dándose calor, aunque es más bien un abrazo frío y carente de emoción (como cuando dos personas se abrazan después de mucho tiempo sin verse y ni siquiera reconocen el tacto de su piel).
Sentí su mano presionando la mía, era todo lo que necesitaba en aquel momento, acariciar el dorso de su mano, tan suave como sus mejillas rosadas. Había nevado y escuchaba como sus tacones rompían la nieve con sutileza, y me acordé de la última navidad que habíamos pasado juntos, en mi casa, tomábamos chocolate caliente y luego nos tirábamos nieve en el jardín y caíamos al suelo, ella se reía, su risa aún me penetraba el oído haciéndome cosquillas, y el calor de sus labios presionados contra mi piel me hizo sonreír torpemente.
Había llegado, observé la lápida por primera vez, era blanca, igual que la nieve que la rodeaba, al lado yacía una rosa, roja, intensa, como ella, como su pinta labios, que estaba encima del tocador, pudriéndose seguramente. Se podía leer:
Carlota, muerta el 12-3-2023. Descanse en paz.
A su lado se encontraba otra tumba que decía:
Saúl, muerto el 12-3-2023. Descanse en paz.
Me encontré con su mirada, le recogí el pelo que le cubría la cara detrás de la oreja, reímos.
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