El señor Cravestone era conocido por su frío corazón. Vivía en una gran casa de ladrillos negros. Su mujer era menuda y en su rostro pálido se le marcaban los huesos. Tenía una mirada triste pero una sonrisa cálida. Recientemente había dado a luz a su tercer hijo, un bebé bastante feo que no dejaba de llorar.
El señor Cravestone solía pasarse las tardes en su butaca leyendo novelas de crímenes con descripciones morbosas, y de vez en cuando sus hijos le escuchaban soltar una carcajada vacía que les encogía el alma. A veces el señor Cravestone iba de caza y disparaba a comadrejas, gorriones, mapaches…presas fáciles. Llevaba sus cuerpos inertes a casa y con gesto inexpresivo se los daba a sus hijos para que jugaran con ellos. La señora Cravestone recogía los animales y luego besaba a los niños. Se sentaba al lado de su marido y éste levantaba la vista del libro, sonriendo y enseñando los dientes.
La señora Cravestone cada vez que iba al mercado compraba un bote de sopa.
—¿Para qué tanta sopa?—se atrevió a preguntarle el tendero un día.
—Para mi marido, para calentarle un poco el corazón.
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