El señor Cravestone

El señor Craveston era conocido por su frío corazón. Por su apatía con todo lo que le rodeaba. El señor Cravestone vivía en una gran casa, de fachada de ladrillos negros. Se había casado al menos tres veces, quizás más, nadie había asistido a ninguna de ellas; las celebraba en el patio trasero de la mansión. La última mujer con la que se había casado era menuda y en su rostro pálido se le marcaban los huesos. Tenía una mirada triste pero una sonrisa cálida. En el último año había dado a luz a su tercer hijo, un bebé bastante feo y rechoncho que no hacía nada más que llorar.

 

El señor Cravestone no salía de su casa, solía pasarse las tardes reclinado en su hamaca leyendo alguna novela de crímenes, con descripciones morbosas, y, de vez en cuando sus hijos le escuchaban soltar una carcajada. Ellos se entretenían jugando con un caballo de madera que tenían en la habitación. Pero algún día el señor Cravestone iba de caza, le gustaba cazar animales pequeños: comadrejas, gorriones, mapaches…presas fáciles. Luego llevaba sus cuerpos inertes a casa y se los daba a sus hijos con una inexpresiva sonrisa para que jugaran con ellos.

 

La mujer de Cravestone iba todos los días al mercado y compraba siempre lo mismo, un bote de sopa en lata.

 

—¿Para qué señora Cravestone?—le preguntaba el tendero.

—Para mi marido, para calentarle un poco el corazón.

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