Yo les advertí. Nunca antes me había repetido tanto. Se lo dije una y otra vez, como si fuera una maldita máquina y no supiera pronunciar otras palabras. Pero quisieron venir, visitarla. Procuré no tocar nada, ni limpiar el espeso polvo que se acumulaba sobre las alfombras. Me daba miedo hacerlo, la casa quería vivir en total libertad, como un animal salvaje con el pelaje despeinado y los dientes sin cepillar. Y aunque aquel polvo y aquel olor a moho me estuviese enfermando, decidí no hacer nada.
A las cinco, una pareja sonriente se presentó en la puerta. Él vestía despreocupado un traje elegante, recogía su pelo en una pequeña coleta y sonreía como un tonto. No me preguntéis por qué pero nunca me he fiado de los hombres con los dientes de revista. No me transmiten confianza. Probablemente sea porque el jefe de mi padre era un capullo integral y cada vez que le quitaba algo del sueldo se reía como una hiena, dejando al descubierto su dentadura impecable. Mi padre hacía una mueca de resignación, pero no se quejaba, de hecho nunca le escuché quejarse por nada. Era un hombre frío que guardaba sus sentimientos para sí mismo y solo chasqueaba la lengua y apretaba los dientes. No sé por qué se fue, ni cuándo, ni cómo. La única manera que tenía de comunicarse era soltando una especie de gruñido sordo. Sé que le dijo a su jefe una vez que se iba a largar. Y también a mi madre, pero ya no me acuerdo bien, el recuerdo es confuso como una frase rota. Sé que fue en la cocina. O en el baño. Mi madre lloraba y él dijo: “no quiero estar aquí ni un minuto más” o “me iré cualquier día de estos”, o cualquier otra frase seca que le rompió el corazón a mi madre. Y yo odiaba verla así. Siempre discutían en la cocina, no sé por qué. Mi padre iba soltando pequeñas indirectas, pequeñas miradas que la rompían por dentro. Recuerdo que una vez tiró una copa al espejo de la entrada, y el vino se esparció por la alfombra como sangre.
Lo primero que vieron al entrar en la casa fue el espejo. Era un espejo de cuerpo entero con marco de roble. Estaba sucio, roto, con una gran raja en la parte superior. Así que te veías a ti mismo con una brecha en la cara, como si la casa estuviera tratando de decirte en voz muy bajita: “estás roto por dentro”. Ellos se quedaron mirándolo durante un buen rato, parecían no reconocerse en el reflejo. A mí me todo esto me daba escalofríos.
Se llegaba a la cocina atravesando una puerta corredera. Cuando tirabas de ella producía un sonido que se asemejaba a: “lárgate-de-aquí”. Lo decía así, como una retahíla rápida, de forma que solo si escuchabas con atención podías entenderlo. La encimera tenía frutas en descomposición y las moscas bailaban a su alrededor. Los cajones tenían roña y la nevera olía a muerto; un hedor espantoso, como si dentro hubiese un fiambre.
No había plantas por ningún lado, nunca logré que prosperasen, el aire espeso y tosco se caía encima de las pobres como un trozo de hierro, aplastándolas contra la tierra y dejándolas sin respiración.
—Está muerta—me dijo la chica señalando una rosa.
—Aquí nada crece. Nada vive.
Se miraron torpemente antes de estallar en una carcajada. Cosa que no me hizo ninguna gracia.
—No es broma. Todo está muerto. Os habeís equivocado de casa. Nada crece, nada vive, nada florece, todo muere con dolor.
Esta vez se contuvieron, no sin esfuerzo.
En el dormitorio siempre hubo un piano. Jamás entonó una nota bien, salvo cuando mi madre tocaba a Mozart de madrugada. Todavía puedo sentir la melodía bailando en la habitación, retozando sobre la cama deshecha, como ella la había dejado hacía años. Ellos levantaron la tapa del piano sin preguntar y comenzaron a tocar notas al azar. Eso a la casa no le gustó nada, pero nada de nada. Y por ello le rompió una pata al piano, que de golpe cayó con un gran estruendo al suelo. Me comenzó a doler la cabeza.
Me despedí de ellos con una mueca de asco, repitiéndoles que no comprasen la casa. Eran los idiotas mas grandes que jamás he conocido. Mira que les advertí. “No compréis esta casa”.
Pero nada, no me hicieron caso. Cada mañana se asomaban a las ventanas, aparentaban ser felices… y yo me preguntaba cuanto tardaría ella en engullirlos, destrozarlos, convertirlos en personas vacías de esas que se sirven el café de la misma manera todas las mañanas. Me pregunté cuando se hartarían y cuánto me odiarían por haberles vendido esa casa.
En febrero, con la llegada del frío, estaban más pálidos, mostrando sólo una media sonrisa. Una media sonrisa turbia. Como si la casa les hubiera quitado la voz. Cada día sus ojeras estaban más marcadas y sus cabellos más engreñados. La coleta bien recogida del chico había desaparecido y sus dientes estaban más sucios. La chica había perdido por completo el extraordinario color de su pelo. En la fachada se acumulaban enredaderas secas y si te fijabas mucho conseguías distinguir entre las ramas retorcidas a algún pájaro muerto que se había quedado atrapado, con las alas rotas y el cuello torcido.
Pasaron los meses y una mañana una columna de humo llegó hasta las afueras de la ciudad, donde vivo ahora. Era un humo rojo, lleno de ira y supe de inmediato que se trataba de la casa. Cogí mi sombrero y salí a la calle. Hacía un día abrasador. Mis piernas se tambaleaban. Pensé que quizás cuando llegara allí estaría mi madre. Con su vestido de flores, aquel que se ponía para tocar el piano. Aquel con el que la enterramos. Me daría la mano y clavaría en mí sus ojos azules. Pero ella no estaba. La chica se asomaba a la ventana. Me saludaba, sonriente. Pero sus ojos gritaban de pánico. Una lágrima resbaló por su rostro. Las llamas en el tejado. El humo a su alrededor. Abrazándola.
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